miércoles, 25 de marzo de 2009

Sergio

Desde ese día, lo entendí. Escuché las canciones en la radio y ya tenían sentido. Lo había imaginado, había puesto sentimientos en la música que no había vivido aún.
Sergio era un hombre, cinco años mayor que yo, que todavía no había terminado la secundaria. Era una escuela de monjas y el acceso a los hombres estaba estrictamente limitado. En el colegio “Luz del Tepeyac” intentaban cuidar de nuestro corazón (y de paso, el rendimiento académico). No me dejaban ir ni a la tienda sola, pero lo conocí.
Era el amigo del hermano, el amor platónico de una amiga (y de más de la mitad de la escuela) pero se fijó en mi, en mi manera de caminar, en mis ojos intensos y curiosos, en mis pláticas no-tan-bobas-para-ser-una-niña-de-secundaria-, y me enamoró. Le costó trabajo, pero lo hizo.
Me llevaba al cine, comprábamos gomitas de manzana, todavía las recuerdo alguna vez. Me sentía tan niña con mis tenis converse a su lado. Me decía que me quería, y yo le seguía el juego. En realidad solo era guapo, muy guapo.
Mandó un mensaje, decía que me amaba. No le creí, nos conocíamos poco, pero me sentí orgullosa por el intento. Esa palabra era para mí inmaculada, sagrada, y tal vez lo siga siendo.
Lo atraía con mis distancias, pero no era nada comparado con lo que viviría un par de años después, de él aprendí que tanto es tantito y lo importante de mirar a los ojos. Él no lo hacía. Me enfurecía tanto. Jamás le dije nada. No hubo tiempo.
Me besó, un día, sin previo aviso, pero imaginablemente dejé que posara sus labios sobre los míos, y fue inolvidable. Contrario a lo que siempre se cuenta acerca del primer beso, y las mariposas, y los corazoncitos flotando, mi primer beso fue horrible. En vez de mariposas eran murciélagos, y en lugar de suspiros eran risitas nerviosas y alaridos dolosos de fondo. Escogimos el lugar más romántico: la casa del terror. Terror me daba a mí, vergüenza. No estaba lista. Ese fue el primer, y último beso en mucho tiempo.
Hoy me he vuelto sínica, y beso en cada oportunidad que tengo, en donde sea (y a quien sea no, porque no soy tan casquivana) me siento cómoda haciéndolo, y me gusta.
Sergio no llamó jamás. Prometió hacerlo, pero no supe nada de él. La espera se hizo interminable, y yo nunca volví a ser igual. Mi promedio bajó, mi estado de humor cambió. Estaba esperando, esperando el momento en que llegara de rodillas diciéndome cosas, muchas cosas. De pronto, mágicamente, en la radio hablaban de mí, y de él, todo el tiempo. Era una tortura que no pasó hasta muchos meses después.
No lo amaba, de hecho dudo haberlo querido alguna vez. No derramé ni media lágrima por él. Se metió profundo porque no esperó, porque no lo tuve, porque no quiso tenerme, porque ya le estaba haciendo la canallada a otra niña del salón, porque me enteré, porque yo quise mantenerlo en mis pensamientos, porque fue el primero, porque los castillos en el aire se derrumban con un soplido.
Y se siguen derrumbando, cada vez menos. Se caen poco a poco, pero ya no duele tanto, se sienten menos, pero marcan más la piel.
Hoy se que he aprendido de él, y de los que le han seguido, y que soy como soy por ellos. No lo recuerdo como juré que lo haría, constantemente, todos los días. Solo a veces, cuando como gomitas de manzana. El ya es otra historia, y yo escribo para otros.

1 comentario:

  1. me gustó que no derramaras ni media lágrima, trato de imaginarme una media lágrima y no puedo pero supongo que han de doler mucho (sobre todo xq no estan completas) saludos

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Gracias